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Los enemigos de la Constitución

El presidente Senado, Pedro Rollán, y el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo.

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El artículo dos de la Constitución incluye un único párrafo claramente dividido en dos ideas. La primera parte es una invocación de la unidad de lo que se denomina la patria común e indivisible de todos. El segundo reconoce que nuestro país está compuesto por territorios con entidad nacional y derecho al autogobierno. Las dos ideas son Constitución y las dos afirmaciones tienen la misma fuerza jurídica y, si fuera necesario, moral. Nadie debería llamarse a sí mismo constitucionalista sin exhibir el mismo respeto a la unidad de España que al derecho a la autonomía de los territorios nacionales que la componen. Y sin embargo, sucede.

Escuchamos a diario a autoproclamados constitucionalistas que dicen defender la unidad de España a la vez que niegan el derecho de las nacionalidades a regirse por sus propias normas. Se apropian nominalmente de la Constitución, aunque en realidad se la pasan por donde quieren. Los mismos sectores sociales que rechazaban la Constitución aprobada como una victoria frente a la dictadura ahora se la apropian, la vacían de todo pluralismo y la usan como un garrote contra quienes se han quedado anclados en la defensa de una sociedad plural y participativa. 

No hay una única forma de interpretar la Constitución, pero es inaceptable dejar de considerarla como una norma jurídica escrita que nos obliga a todos y usarla como una trampa contra los inocentes que aún se la creen. Eso es lo que está haciendo parte de la derecha política. Usan como arma arrojadiza la parte de nuestra carta magna que les conviene y se pitorrean del resto. Lo mismo que hacen con tantas otras instituciones comunes que se apropian como si fueran exclusivamente suyas, sin importarles que ese camino nos lleve a la descomposición social. Los ejemplos de esta actitud son constantes. 

Hace poco el Senado ha aprobado una reforma de su Reglamento. Le permite a la Mesa considerar como no urgente la tramitación de una proposición de ley que le llegue del Congreso con esa calificación. El objeto declarado de la reforma es poder prolongar la tramitación de la ley de amnistía durante dos meses. Es claramente contraria al artículo 90.3 de la Constitución, que dice que si llega al Senado un proyecto declarado urgente por el Congreso sólo tendrá veinte días para tramitarlo. El Tribunal Constitucional ha establecido que ese artículo se aplica a cualquier tipo de iniciativa legislativa. La reforma es frontalmente contraria a la Constitución. Y ¿por qué se ha aprobado así? Pues porque el nuevo reglamento inconstitucional se aplicará hasta que el Tribunal Constitucional lo anule. Y como eso pasará después de la discusión de la ley de amnistía, pues el Partido Popular va a conseguir que tarde cuarenta días más en aprobarse. Se han ciscado en la Constitución sólo por tener cuarenta días más de bronca política. Sin preocuparse por el daño que eso le cause a la fortaleza institucional del Estado.

Esta ligereza a la hora de romper la institucionalidad no es, ya, solo cosa de políticos. Se ha traslado incluso a jueces y fiscales. Estos días, por ejemplo, algunas asociaciones de jueces insisten en que exigir que se incumpla la Constitución y no se renueve el Consejo General del Poder Judicial -caducado hace más de cinco años- hasta que consigan una reforma de la ley que les permita a ello nombrar a quienes dirigen la política judicial del país. Magistrados, -de los que se sientan cada día en una sala de juicio para condenar a los ciudadanos y trufan sus sentencias de reproches morales- exigiendo que no se cumplan la Constitución ni las leyes, simplemente porque no conviene a sus intereses. Para conseguir controlar un órgano al que aspiran, no se cortan en pedir que se inaplique la Constitución y empujar hacia el desmorone de la institución que dirige el poder judicial.

Por su parte, los fiscales conservadores del Consejo Fiscal, a instancias del Partido Popular, han elaborado un informe contra la ley de amnistía para el que no tienen competencias. El Consejo es un órgano asesor del fiscal general que legalmente no puede emitir un informe sobre ninguna proposición de ley. Sin embargo, los miembros de la asociación de fiscales controlada por el partido conservador han elaborado tal informe, lo han difundido en los medios y quieren provocar una votación evidentemente ilegal. No les importa dañar a la institución ni saltarse el ordenamiento, si con eso aportan un granito de arena a su lucha política.

La falta de respeto al Estado de Derecho se ha contagiado hasta los escalones más bajos de nuestras instituciones. La semana pasada el Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla, cercano al Opus Dei y al Partido Popular, adoptó dos decisiones sorprendentes. La primera fue autorizar un acto organizado por Vox en una de sus aulas para hablar de la crisis demográfica. En el mismo se defendió la promoción de la familia tradicional con medidas como acabar con el aborto y el matrimonio homosexual para repoblar España con españoles en vez de con inmigrantes. La segunda decisión del Decano fue prohibir la celebración de un debate en el que la relatora de Naciones Unidas para Palestina, una insigne y prestigiosa jurista, iba a debatir sobre la consideración que merecen en derecho internacional los bombardeos israelíes sobre Gaza. La excusa del dirigente universitario fue que el debate jurídico era político mientras que el acto de Vox no. Así, una facultad de Derecho prohíbe un debate jurídico porque puede concluir algo molesto para Israel al tiempo que autoriza en su lugar el acto de un partido político ultraderechista dedicado a denostar algunos derechos fundamentales.

Detrás de todos estos ejemplos hay una misma lógica: el desprecio a las instituciones comunes, que solo se conciben como un instrumento para alcanzar los objetivos personales más cortoplacistas, incluso a costa de arruinar definitivamente el entramado jurídico del país. Los mismos que dicen que la amnistía a los líderes catalanes procesa listas es contraria al derecho se cagan en nuestras normas más importantes y diluyen las instituciones comunes como azucarillo.

Porque aún hay en España una derecha que se cree que el Estado es suyo y lo usa como quiere. Por supuesto que pueden encontrase casos de dirigentes progresistas que se adueñan de sus instituciones, igual que hay conservadores conscientes de la necesidad de respetar las reglas del juego y el entramado legal y constitucional que nos sirve a todos de marco. Sin embargo, es en el terreno de la derecha en el que se refugian los poderes fácticos que constituyen la auténtica constitución material del país, que razonan con una lógica muy diferente a la jurídica. Para ellos la ley o la Constitución son herramientas de dominación que sólo vinculan al contrario. Y esa forma de pensar, heredera del antiguo régimen, comienza a extenderse peligrosamente por las instituciones esenciales en manos conservadoras. 

El riesgo de gestionar lo público pensando sólo en términos de interés propio es que puede llevar a una arriesgada disolución de las bases de la sociedad democrática. Se exige a la ciudadanía que respete las leyes, que se atenga a la Constitución y que se someta a las normas comunes que nos vinculan a todos a la vez que estos tipos hacen ostentación de que nada de eso va con ellos. Si tenemos jueces que ríen de la Constitución para conseguir un puesto en un órgano superior, cámaras parlamentarias abiertamente rebeldes a la norma fundamental, fiscales que piden la inaplicación de las leyes, académicos que usan la universidad para atacar los derechos fundamentales ¿cuál es el criterio para exigirnos al resto que obedezcamos las normas?

Vivimos tiempos convulsos y las amenazas colectivas del horizonte necesitan de una sociedad cohesionada en la que se alcancen soluciones siguiendo mecanismos plurales y participativos que no excluyan a nadie. El peligro de quienes creen que las instituciones son solo un arma con la que atizar el contrario es que están extendiendo en la sociedad la idea de que es la fuerza, y no la ley, la que decide como debe ser nuestro futuro. Si nadie lo remedia y no se vuelve a la institucionalidad, vamos hacia el abismo, que es un lugar sin leyes como el que dibuja esta panda de irresponsables.

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