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Ahora que Freud no me oye

Fotomontaje de un sueño.

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Mi amiga Laura –imaginemos que se llame así, porque si no Carlota se va a enfadar conmigo– me citó a desayunar la otra mañana para contarme un sueño que había tenido. Quedamos en una cafetería minúscula y carísima de la calle Sagasta, de las que sirven las tostadas en pan de semillas y se complican tanto la vida con la espuma de la leche para justificar los cinco euros que cuesta el desayuno. Como no quiero que Laura me dé una paliza por revelar secretos no contaré nada (pero vaya tela).

En uno de los viajes que echaba la camarera de aquí para allá, escuchaba pequeños fragmentos fuera de contexto y se marchaba entre rehuyendo y virando la vista; hay un fervor en nuestra curiosidad que nos obliga a mirar aunque no nos guste lo que veamos, es una forma particular de concederle valor a lo impresionante de las cosas. Cuando escuchamos una conversación entre desconocidos, buceamos en su intimidad como colándonos en una piscina de campo. Fuera de contexto, la muchacha tuvo que flipar.

La noche anterior a esa fui yo quien tuvo uno de esos sueños en los que te caes una y otra vez. El sueño tiene un argumento que no eres capaz de seguir porque estás todo el rato cayéndote al suelo. “Mientras las cosas pasan, tú te levantas”, le contaba a Laura. “Había una muchacha que no sabría decirte. Eras tú, pero no eras tú, ¿me entiendes? Estábamos en la Nueva Condomina pero no era ahí, ¿sabes?”. La sorpresa de la camarera aumentaba cada vez que pasaba por nuestra zona de la terraza, se volvía más descarada al mirarnos y en un par de ocasiones hizo como que limpiaba una mesa –que lo sé yo, porque esa mesa estaba limpia– para seguir escuchando. Laura, en cambio, reaccionaba con total naturalidad a lo que yo le contaba, de la misma forma que hice al escucharle la historia de su sueño. “Pues eso, intentabas hablar conmigo al mismo tiempo que yo tropezaba y me desplazaba varios metros”, continué. Al menos en sueños los golpes no duelen, solo marean. “En el sueño teníamos un asunto muy urgente que tratar y requería toda mi atención, pero yo estaba arrastrándome para alcanzar la altura de tu cara y poder hablar. Me decías: 'Aquí lo que hacemos es…' y de nuevo al piso”. La gravedad me aplastaba. Llegué a pensar que si dejaba de resistirme, de alguna manera recuperaría la postura. Gritaba y gritaba para que no se fuera, porque aquello de lo que debíamos hablar era importante. Al volver al lugar de origen, estaba un poco más lejos, y otra vez al suelo. En uno de los intentos por levantarme, me pasé de fuerza y recorrí una distancia enorme hasta el segundo piso de un centro comercial. Allí flotaba sobre las cabezas de la gente que iba y venía de Pull & Bear y Zara o entraba y salía del cine o del parking o de los restaurantes. “Quería tocar el suelo, caminar como los demás, pero estaba rebotando en el techo a punto de estallar en mil pedazos. Tu voz sonaba por megafonía pero no conseguía entenderla”. La camarera flipó. Laura se partía de risa y yo imaginé que la otra chica debió acabar entendiendo el contexto de lo que hablábamos. Tampoco importaba demasiado. Cuando le cuentas los sueños a otra persona abres un pequeño paraguas de surrealismo velado, de páginas en blanco con cabida para casi cualquier cosa; firmas un pacto de demencia entre iguales en los que una mala fe es tener prejuicios. Ahora que Freud no me oye.

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