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Elige tu propia aventura de Puigdemont: héroe o cobarde

Puigdemont, en un mitin en Argelès (Francia) el 1 de mayo.

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Carles Puigdemont ya se ha subido al coche. En el cartel de su campaña, aparece en el asiento trasero, donde va el presidente mientras el chófer le lleva a donde le diga. Mira por la ventana como si estuviera pensando si ha apagado las luces o el horno en su casa de Waterloo. El vídeo de Junts le muestra hablando mientras sostiene la puerta abierta. En el último plano, el coche oficial traza una curva, se supone que con él dentro, en un paisaje de montaña. ¿Está ya cruzando los Pirineos? ¿Regresa en calidad de salvador de la patria o dispuesto a que sea imposible formar un Gobierno mínimamente estable? ¿Quién puede estar seguro con Puigdemont?

El político que parecía preferir ser alcalde de Girona y sus tranquilos 100.000 habitantes a presidir la Generalitat en una época que acabó de forma traumática se convirtió después de 2017 en el protagonista accidental de toda la política española. Por ese lado, estará satisfecho. El tuit de Rufián con las 155 monedas de plata. La independencia que duró ocho segundos. La huida hacia Francia (pero no en el maletero). Las órdenes de detención que se estrellaron contra los jueces belgas y alemanes. Su aparición en el Parlamento Europeo, casi estelar al principio, luego uno más de los 751 eurodiputados. Su apoyo a la investidura de Pedro Sánchez a cambio de una ley de amnistía. Pocas veces, un político ha influido tanto haciendo tan poco.

En varias ocasiones, se le dio por muerto y sin exagerar mucho. O algo peor, como alguien que terminaría siendo irrelevante, lo que sería un destino atroz para alguien como él. Tenía un comodín seguro en el bolsillo del traje. Su partido es él. Los demás dirigentes pueden intentar influir en él, pero no presionarle. Los de Esquerra lo miran con una mezcla de desdén y miedo. Ven a Junts como un movimiento casi mesiánico, un partido sin el programa y la estructura propias de una formación moderna.

“Para algunos, soy un héroe. Para otros, un cobarde. Para unos, soy un problema. Para otros, una solución”, dice en el vídeo de campaña. ¿Por qué no todo al mismo tiempo? Eso sería una ventaja para el expresident. Así no está obligado a definirse, ni a explicar su programa, ni a contar cómo conseguirá una independencia que él prometió en 2017 a los catalanes como algo que tenían al alcance de la mano y resultó que eso no era cierto para sorpresa únicamente de los que no habían estado atentos.

No es nada raro que un partido diga en campaña que su líder cuenta con las respuestas a todos los dilemas. Lo que pasa es que Puigdemont no tiene a bien contarlas. No vale con citarle ese eslogan que tanto gusta a los independentistas (“lo volveremos a hacer”) y que provoca espasmos de furia en el Partido Popular. Eso es fácil de decir.

La pregunta clave es cómo lo harán. Cómo tendrán éxito donde antes fracasaron. No esperen respuestas. Él sólo explica por qué no puede contar nada. “Una forma de prepararla es explicar muy poco cómo la preparamos”, dijo en una entrevista en El Periódico. “Nos hemos pasado dando detalles y queriendo ser un movimiento asambleario”.

Algunos llamaron al procés una conspiración a la vista de todo el mundo, incluso con algún juez muy pagado de sí mismo dando conferencias por Catalunya para explicar cómo tenían previsto vulnerar la ley. Por ahí no es extraño que el líder de Junts recomiende ahora cautela y sigilo. Claro que es la excusa perfecta para no contar nada a los votantes y sugerir que tiene un plan que bien podría ser un farol. Y eso de que se acabó lo del “movimiento asambleario” es revelador. Lo único que cuenta es lo que diga el líder. Los demás tendrán el privilegio de obedecer sus órdenes.

Algo sí habrá que decir para levantar el ánimo de los seguidores. “Hoy estamos mucho más preparados para aguantar un embate con el Estado que en 2017”, dijo con el nivel de fantasía que fue habitual en el procés. Una vez más, está hecho. Sólo tenéis que hacer lo que yo diga y tendréis la tierra prometida.

Lo que no ha cambiado es su capacidad de lanzar dagas florentinas con destino a Esquerra. Para explicar su salida del país, afirma que tenía que “preservar la presidencia de la Generalitat fuera cual fuera el coste, incluso quedándome toda la vida en el exilio”. Pere Aragonès se preguntará cómo se llama el cargo que ha tenido desde 2021 si resulta que la presidencia ha sido preservada en Bélgica.

Aún hay más desplantes. Cuando sostiene que se le intentó doblegar –“a ver si me cansaba”–, da como ejemplo que querían que aceptara un indulto, que sería algo parecido a una rendición. Seguro que se refiere al mismo indulto que aceptó Oriol Junqueras.

No se puede negar que el efecto de la imagen de Junqueras afrontando la responsabilidad política y legal de sus actos y la de Puigdemont cruzando la frontera en secreto con destino a Bélgica no le dejaba bien parado en la comparación. Pero la apuesta le salió bien en términos estratégicos. En el extranjero, pudo jugar un papel político que le hubiera sido imposible en prisión. Y continuar desde allí con sus promesas.

Tal nivel de adhesión al líder en Junts como encarnación de lo que necesita Catalunya no puede obviar un par de datos evidentes. En las elecciones catalanas de 2017, después del drama del 155, el partido sacó el 21,6% de los votos. Cuatro años después, fue el 20%. En ambas citas, con Puigdemont de número uno de la lista y en la segunda siendo sobrepasado por ERC. La fragmentación del voto lleva a estas cosas. Ningún partido ni líder puede decir que representa a la mayoría de Catalunya.

Puigdemont no ha aparecido en los debates televisados. Es cierto que estaría en desventaja entrando vía telemática desde el sur de Francia. Cuanto menos tenga que concretar sobre el futuro, mejor para él. Ha reducido las entrevistas al mínimo para ahorrarse riesgos. No ha renunciado al voto del cabreo y ha reclamado el apoyo de todos los independentistas “enfadados” y “desconfiados”. Algunos de ellos ya han decidido que votarán a la ultraderechista Aliança Catalana.

Pactó con el PSOE el apoyo a la investidura de Sánchez para decir luego que ahí se acababa su compromiso. Para todo lo demás, haría saber el precio y el modo de pago. Algunos decían que estaba dispuesto a entrar en el juego político poniendo fin al 'no a todo', y luego ha resultado que continúa siendo el de antes.

Regresar a Catalunya ya será un triunfo, si la ley de amnistía le protege por completo como él cree, y nadie sabe qué es lo que pretende hacer después si preside el Govern. Antes de eso, se verá cómo cumple su promesa de presentarse en el debate de investidura. Dice tener planeada su vuelta. No descarta que le detengan, aunque lo ve más como una molestia: “Si me detienen, es una detención con poco recorrido”. Hay en esa seguridad un margen para preguntarse por sus intenciones. ¿Pretende elevar la tensión para que se produzca otro drama con movilizaciones con la intención de impedir que a Esquerra se le pase por la cabeza pactar con Illa y el PSC?

“Catalunya necesita liderazgo”, dice su cartel de campaña. ¿Cuál? Evidentemente, el suyo. Todos los demás conspiran contra Catalunya o son unos blandos que no dan la talla. Puigdemont se ha subido al coche convencido de que sólo él puede pilotar a su país. Tanto es así que ha avisado de que si no es presidente, no se quedará en el Parlament. Todo lo que no sea mandar sería una pérdida de tiempo.

“Yo he hecho mucha autocrítica”, ha dicho en estos días de campaña en otro ejemplo de la poca autocrítica que ha hecho. Ese es el liderazgo que ofrece para una hipotética secuela de su obra autobiográfica 'Puigdemont, el president'. La película original no acabó muy bien.

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